Esto es un homenaje:
Una placita remodelada. Sus árboles, sus tres bancos. En un enclave de paso a la arteria principal del pueblo. Mi padre se sentaba en uno de esos bancos casi todas las tardes, antes de encerrarse en casa, hasta el día siguiente, para volver con el nuevo día a esa rutina en que se convirtieron sus días en la última fase de su vida.
La consigna era no preocupar a nadie. –Estoy bien- decía- y así pasarían las horas y los días hasta llegar a un desenlace que imaginamos más tarde de lo que realmente fue. Pero bien no estaba. La soledad, la pandemia si quieren y un no querer cuidarse mucho (nunca lo quiso) nos llevaron a unos días largos y milagrosamente lluviosos de finales de abril.
Murió en abril. Con alegre sonido de lluvia.
Me he preguntado (lo seguiré haciendo) si yo, su única familia, a fin de cuentas, tuve una cierta responsabilidad, quizás para retrasar lo inevitable.
No. No la tuve. Me consuela pensarlo. Estuve cuando tuve que estar. En esos momentos en que para calmar nuestras soledades (no estrictamente no deseadas) nos llamábamos, nos veíamos para hablar de la más soberbias chorradas. O para hacer la compra. O para recordar tiempos pasados. O para invitarnos a comer (siempre pagaba él) y para que, y esto es lo importante, viera crecer sana y feliz a su única nieta.
DEMOLICIÓN, mi último relato auto publicado también habla (como no podía ser de otro modo) de todos esos rincones, que duermen olvidados en lo más profundo de nuestras consciencias. Y ese banco, en el que se sentaba mi padre todas las tardes, bien podría figurar.
Mi padre no viajaba. Su mundo era minúsculo, al menos físicamente. Y ese lugar del que nadie apenas hablará, ese rincón, digo, era su oasis en mitad del aciago desierto en que se convirtieron nuestras vidas. El lugar, ese rincón, coqueto y lleno de historia (con vistas a lo que fue un Sant Celoni medieval- “Torre de la Força”) en el que descansaba de los achaques de su enfermedad renal crónica, si. Pero también el lugar (la tarde y el momento, sin nadie a su alrededor sin apenas tráfico, y con un sol tibio calentando su pálida piel helada) en el que mirar a la muerte a la cara. No tenerle miedo. Y ver, que quizás todo esfuerzo a este lado del plano iba a ser en vano. Quizás tuviera él, el privilegio o el don con todos los que ya se fueron, y ahora deambulan por esos rincones de los que nadie hablará en ninguna mala novela de ningún escritor principiante.
Su lugar. Su banco. Su tranquilidad antes de dar un insufrible paso más.
Me reconforta saber que esa era su parcela infranqueable de felicidad. En la que yo, muy de vez en cuando me siento (lo estoy haciendo ahora) para escuchar su respiración entre cortada, para hablar con él de políticos y de chorradas (no habrá diferencia alguna) o de los buenos que eran los tiempos pretéritos. Conversaciones de viejos, supongo.
Me veo (ahora sin ir más lejos) sentado aquí intentando descifrar el silencio. Desencriptar su sonido. Para intentar (una vez más) escuchar su voz.