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losrelatosdecarles

La ventana, la mirada y un astronauta

Mañana venderé la casa de mis padres.


No tiene sentido conservarla. Habita ya una piel nueva en sus paredes. Pero hoy…

Hoy me despido de la mirada de mis padres desde la ventana de la habitación, desde donde yo, un niñito con orejas de soplillo escuchaba la llegada de los reyes magos, cargados de calcetines para todos, y esfuerzos económicos por complacerme con el último juguete de moda (recuerdo una nave espacial, y un astronauta asomando la cabeza, observando el espacio conocido: un comedor atestado de piernas de viejas cosiendo y murmurando una vida sin lujos, mientras en la televisión las famosas nos miraban con desprecio).


Desde este altar donde la pobreza era feliz. Mis padres ven a ese niño, al que llamaban Dumbo, corretear por la plaza. Es sábado por la tarde y toca partido de béisbol. No voy a dar una. No voy a recoger pelota alguna. Pero no me importará. De soslayo estará mirándome mi madre, por ese agujerito que es esa ventana a la felicidad, diciéndome en un silencio cómplice (solo yo puedo escucharlo) que no pasa nada. Que quizás la vida me tiene preparado algo más especial que darle con un palo a una pelota. Yo tengo 11 años y unas ganas terribles de desaparecer, pero ahí estaba mi padre también, para recordarme que, quien resiste gana (que sabe que la frase es robada, pero que a mí me consuela lo suficiente como para olvidar a todos mis buenos amigos: a los que te inflan a collejas y te insultaban, igual que hice yo cuando tuve ocasión).


Y pasaron algunos años y ese mismo sábado por la tarde fue el sábado de mi primera cita, incluso el primer beso. A las puertas de la discoteca Traffic. Yo ya no tenía orejas de soplillo (la izquierda me la pagué yo recortando horas a mi adolescencia tardía trabajando de camarero mal bien pagado y ¿feliz?) y vestía americana de pana. Un socialista de postín. Alguien que creía en la política y en los políticos (ahora solo creo en lo primero) Iba de poeta sin saber que era la poesía. Buscaba como loco una guitarra para aprender a tocarla. Y escuchaba a Michael Stipe para armarme de valor y ligar. No hice muy bien ninguna de esas cosas. La guitarra siquiera lo intenté.


Era ese chaval de 19 años con los ojos verdes y sin bultos de grasa en los párpados (síntoma de un colesterol alto acuciante) que se paseaba por el barrio bien entrada la madrugada., no muy lejos del nido. Me apoyaba en la pared de la ermita y confesaba mis preocupaciones a los siglos mudos de la historia: rodeado de los espíritus de los difuntos leprosos (ermita de Sant Ponç, Sant Celoni) Desde esa posición podía ver a mamá mirándome desde la ventana. Tenía una figura espectral envuelta en su camisón blanco. Me sonreía y me calmaba. Era ya un fantasma en vida. ¿No lo somos todos en algún momento?


Ahora escribo apoyado en la pared de la ermita. Con la mirada puesta en la ventana. Es mi casa. En realidad ya no lo es.  No veo a mis padres. Ya no están aquí, y es posible (paradoja ésta) que no los vea porque viven dentro de mí. Yo soy ellos con todos los prólogos y epílogos posibles., con todas las novelas que me escribo, con todos los días en que ese muchacho algo asustado y enfermo de optimismo buscaba su lugar en el mundo.


Tuve que recorrer miles de millones de emociones (amor y odio nada más) para saber que mi casa es esa mirada desde esa ventana. El único lugar donde regresar y sentirse a salvo.

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